Levanto el vaso grande de cristal, tomo un sorbo de la última onza del whisky que ya tiene sudor de la humedad del ambiente. Se levanta despacio queda sentada y callada. Busca con ahínco una liga que le fue desprendida en un frenesí de pasión minutos atrás. No dudo que las dudas le sobrevuelan la cabeza. Sí, fue una travesura que comenzó con una experimentación inocente, una locura que se hace cuando os alcoholes nos sobrepasan los límites normales de la existencia. Sigue ahí, sentada arreglándose el pelo para disimular el desenfreno momentáneo que ahora duda si fue una buena idea. Ya sabe que no lo es. Más bien se justifica en su cabeza mientras busca su ropa y cubre lo poco que puede con las sabanas revueltas entre sus piernas.
Su mirada está dirigida al closet, no voltea a verme ni una vez y no emite sonido. Normalmente este sería el momento donde yo rompo el hielo con algún comentario absurdo que la haga reír para eliminar la tensión. Hoy no puedo. Finalmente encuentra su bra y se lo pone desesperadamente para después cubrir su espalda con su camisa. Una espalda delgada, afilada, con contornos infinitos y finitos al mismo tiempo.
Ya con ropa interior puesta y la camisa re arreglada trato de emitir sonidos hasta que se levanta y me concentro en su cintura. La vista asfixia mi respiración y siento inevitablemente una culpa recién adquirida por lo acaecido unos minutos antes. Mi mente no deja de irse al lecho que compartirá esta noche, solo me pregunto si se arrepiente.
Se termina de reinstaurar en su papel cuando termino mi contemplación. Se acerca, me acaricia levemente en la mejilla y se mueve con velocidad a la salida. He vivido esta mañana muchas veces, en muchas diversas camas, muchas diversas situaciones mucho más adversas que esta y nunca había congelado tanto un silencio. No pudieron ser más de cinco minutos de silencio… y escuche mucho más que nunca.
Adiós Diana silenciosa.
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