Miercoles de dolor...
Creo que no hay mejor manera de expresarlo. Camino por los pasillos no sin de repente voltear a las ventanas. Un poco por el morboso deseo de ver una figura agradable para la vista. Pero es temporada de mexicanos y, afrontemoslo, toda cultura es atraida por otras y de ahí que quisiese ver a una gringa en lugar de una nacional que, sin desacreditar sus buenas curvas, ya estoy acostumbrado a verlas. Entonces me enfoco en la playa.
En mis vistas a ese inigualable panorama, lo que mas me llama la atención es el cielo. No me sorprende que nuestros antepasados consideraran ese infinito azul el motivo de todas las alegrias. Es inmenso, inmesurable (aunque la tendecia ahora es medirlo todo) hermoso, inalcanzable (repito lo de mi poca sorpresa por el paraiso expresado en ese techo insondable) y cambiante como el mismo capricho humano.
Camino mas hacia donde laboro, donde presto mi medianamente honesto servicio, y veo a mi alrededor. Todo me mata. En algun punto mi armadura resbaló de mi frágil cuerpo y me sumergí en la batalla épica por excelencia. Esta es cuando honestamente te quitas la armadura de bronce, plata, oro o divina que tengas y enfrentas a lo que mas temes con nada mas que tus manos desnudas.
Seamos honestos. Si un pequeño, diminuto insecto pica esa piel que oculatmos con ropa, hay todo un show, lo que me pasó en definitiva me liquidó. Desde mosquitos irrtantes (a veces asesinos) hasta escorpiones y vívoras capaces de eliminarnos. Bueno, yo no solo ví a una vívora. Yo enfrente al dragón de Komodo en mi corazón. El que con una leve raspadura puede provocar la muerte mas rápido de lo que lo puedes notar.
Tanto hacía que no me hería nada que decidí ir en busqueda del dragón y lo que encontré fue peor que morir...
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